Vale, vale... todos mis fines de semana tienen un tag dominicano (JFK, of course), pero este tuvo doble, triple o cuádruple ración de dominicanismo.
El sábado noche nos juntamos un buen grupo y, como surgen estas cosas, sin querer acabamos en un bar dominicano de estos cutres, cutres (
choooopísimo), que chorrean grasa y dejan impregnado el olor a
picapollo en tu chaqueta hasta que la lavas al día siguiente.
La comida estaba increíble, aunque había poca variedad:
fritos verdes y
picapollo. Un menú estupendo para todos aquellos que no comemos del rececetario caribeño a diario. Además, estaba hecho por una
mami de esas que hacen desrizado y luego se ponen rolos (
yo tengo rooolos). El camarero, un
tiguere de pelaje evidente, era más simpático que una centella (en caso de que las centellas puedan ser simpáticas, claro), y nos hizo un descuento por ser ciento y la madre que nosotros devolvimos con una buena propina.
Después caminamos un poco a casa del señor Ferreira, el hombre pegado a una guitarra y, como ya cuentan
algunos en sus sutiles crónicas, estuvimos dándole a los clásicos y a los novísimos. Hasta mandamos a Júpiter en cohete a algunos de los músicos más famosos del planeta tierra (yo mandé a Diego Torres, y que no vuelva, por favor).
Vamos, divertidísimo.
El domingo hicimos en casa una cena degustación dominicana para la conexión chipriota+Toño. Yo me encargué de los pastelitos de queso y de los tostones. JFK hizo el trabajo sucio, cocinando
picapollo y carne mechada. Había también un
juguito de guanábana que, casi por arte de magia, pasó a ser vino.
Una velada excelente también acompañada por una buena dosis de gastronomía de la media isla.
No me quedó más que decirle a JFK que amaba su media isla: las
mega-mamis, el
tigueraje, el
choperío, los
car-wash, la bachata y, si me apuran, hasta el
chimi de la esquina.
Foto de
Pepenut.